Al Borde de la Revelación
Revelation’s Edge, por Joshua Clover y Nikhil Pal Singh. 18 de mayo de 2023 para Verso.
Fuente: Revelation’s Edge, Joshua Clover y Nikhil Pal Singh. 18 de mayo de 2023 para Verso. Traducción en solidaridad.
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Al Borde de la Revelación
Joshua Clover y Nikhil Pal Singh1
No más política sino la política de clase: ¿pero qué clase y qué política? Joshua Clover y Nikhil Pal Singh sostienen, frente a quienes pretenden escindir la raza de la clase, que el proletariado se encuentra, al igual que el poder, en cualquier lugar donde haya gente.
I.
Es algo extraordinario observar a alguien temblando al margen de la revelación.
El título del reciente libro de Adolph Reed y Walter Benn Michaels, No Politics But Class Politics, se podría interpretar en dos sentidos. El primero es imperativo, llegando con ecos de "¡no hay más lucha que la lucha de clases!", dirigiéndonos lejos de actividades menores o mistificadas hacia la posición correcta. Parece tomar partido en los recurrentes debates "raza/clase" con los que se ha identificado a ambos autores. "Amamos lo racial —amamos lo identitario— porque no amamos la clase", según imaginó Benn Michaels un saber convencional en su bien comentada intervención "El problema con la diversidad". La política racial, o lo que los autores actuales denominan "antirracismo", amenaza con alejarnos de la política de clase. Esto sustenta el sentido inicial del título: No deberíamos practicar más política que la política de clase.
Pero no tan rápido. El segundo sentido del título simplemente establece lo que considera ser la condición real. No hay más política que la política de clase.
Es importante destacar que estas dos formas de interpretar el título no están pensadas para que estén suspendidas de forma tensa, flotando, inmóviles. Más bien, damos el salto de la primera a la segunda, del debería al es, del eslogan a la realidad en el modo sobriamente materialista. Este cambio nos lleva a sentir el movimiento de llegar a una revelación — respecto a la clase, respecto a la política — que presagia el insistente y concatenado argumento del libro. Se nos pide, pues, que vivamos la experiencia de la toma de conciencia, que tengamos una revelación.
Los dos autores tienen sus formas emblemáticas de articular esta aseveración. La fórmula de Reed es la más cercana al título: "el antirracismo no es otra alternativa igualitaria a una política de clase, sino que es una política de clase en sí misma", como propone en "How Racial Disparity Does Not Help Make Sense of Patterns of Police Violence", no reimpreso en No Politics. Volverá a retomar el tema en ocasiones futuras.
Benn Michaels es conocido por la reiterada observación (a veces formulada junto a Reed) de que, en relación con la atención especial que reciben las desigualdades económicas racializadas, "es la insistencia excesiva en la desigualdad la que nos dice que la riqueza cada vez mayor del 1% no supondría problema alguno si hubiera más personas multimillonarias negras, morenas y LGBTQIA+" (versiones que aparecen aquí tanto en el prólogo de las editoras como en la conclusión de los autores). Estas políticas, como deberíamos entender, proporcionan una coartada para la persistencia de las clases adineradas, dispuestas, si no felices, a diversificarse si eso significa trasladar sus carteras y conservar sus ingresos. Desde este punto de vista, un proyecto que hace de la superación de la disparidad racial el criterio de la justicia social mientras deja otras desigualdades intactas, simplemente otorga legitimidad a la sociedad capitalista tal y como ya es: una política de clases que se presenta a sí misma como otra cosa.
En un esfuerzo por practicar una generosa crítica, vamos a aceptar algunas proposiciones subyacentes. En primer lugar, y sobre todo, no hay camino para salir de la amplia condición marginal hacia la emancipación y el florecimiento sin una política de clase, una que no presente las diferencias entre grupos racializados, sino el fin de las diferencias de clase y, de hecho, el fin de la sociedad de clases (aquí no necesitamos seguir tanto el cuento del multimillonario citado anteriormente como la clarividente advertencia de Fanon en relación con la "burguesía nacional").
En segundo lugar, como asunto descriptivo, no hay actividad política que exista de forma autónoma a los asuntos de clase, aunque también puedan presentarse otras descripciones y formas de gran utilidad. En tercer lugar, aunque quizás tengamos menos confianza respecto a que nos sea posible entender el grado de profundidad en el que las nociones de política son meditadas por el mismo público que las profesa, aceptamos la proposición de que la gente a veces se encuentra practicando una política de clase sin saberlo: en el lugar de trabajo, en Twitter, en las calles de Minneapolis.
Este último ejemplo ha sido elegido con cautela. Más allá de la antigüedad de cada ensayo, en todas partes queda claro que la ocasión para esta colección es el Levantamiento de George Floyd, entendido como apoteosis del fenómeno social ampliamente conocido como Black Lives Matter. La conclusión de los autores, destinada a unir las partes dispares de la colección en un todo, no es una redacción nueva; más bien, dicha conclusión es simplemente una reedición de su ensayo anterior, "The Trouble With Disparity". Su fecha se remonta a septiembre de 2020. George Floyd figura en la primera oración.
Para ser ecuánimes, está claro que muchas de las personas que salieron a la calle aquel verano (y en otras ocasiones similares) se consideraban involucradas en la lucha de clases, en cualquiera de sus formas, pero también que muchas entendían sus propósitos de otra manera. Esta recopilación presta poca atención a lo primero, mientras que lo segundo proporciona el paradigma más o menos explícito del libro: las personas que, creyendo estar comprometidas con la política racial, o el antirracismo, o la voluntad urgente de enfrentarse a la intolerable y asesina dinámica racial visible en cada línea de visión, estaban comprometidas de todos modos con la política de clase.
Pero, ¿qué política? ¿Y de qué clase? Es aquí donde Reed y Benn Michaels parecen estar al borde de una revelación sobre la base histórica y material de esta forma particular y persistente que adopta la lucha proletaria en el presente. Pero la revelación no emerge.
En su lugar, nos encontramos con un mapa muy curioso de la realidad. La política racial, que es en realidad una política de clase, nos enteramos, es la política de profesionales de clase media, una fracción de clase de las cabecillas del pensamiento liberal cuya maligna capacidad para dirigir la voluntad de decenas de millones de proletarias, con el cerebro lavado y los cuernos puestos, anima ahora las fervientes fantasías de los populistas reaccionarios que balbucean sobre las élites de las zonas costeras. No será la última vez que el debate dentro de la izquierda proporcione forraje para la derecha. Pero quizás deberíamos ser más perspicaces y examinar el terreno cedido. Por citar íntegramente un pasaje emblemático:
"La insistencia en la primacía transhistórica del racismo como fuente de desigualdad es una política de clase. Es la política de un estrato de la clase profesional-gerencial, cuya ubicación material e intereses, y por lo tanto compromisos ideológicos, están ligados a analizar, interpretar y administrar la desigualdad definida en términos de disparidades entre poblaciones definidas adscriptivamente, y reificadas como grupos o incluso culturas".
En otro pasaje, repitiendo su fórmula preferida, Reed nos recuerda que "la política racial no es una alternativa a la política de clase; es una política de clase", antes de pasar a especificar "la política del ala izquierda del neoliberalismo". Por decir algo demasiado obvio, la política de clase que supuestamente está en juego — no sólo en los escritos de Ibram X. Kendi y Robin DiAngelo, sino en el mayor levantamiento estadounidense en generaciones — es la lucha de clases contra la verdadera clase obrera y sus intereses, obstaculizando activamente a un proyecto verdaderamente liberador.
II.
Nos encontramos rascándonos la cabeza frente a la sabiduría contraria de que el antirracismo, más que el racismo en sí, constituye el verdadero obstáculo para la solidaridad anticapitalista de nuestros tiempos. Conservando un espíritu crítico en busca de un terreno común, podríamos recordar a Reed en una encarnación anterior. ¿Y si la división racial es importante precisamente como división de clase, es decir, como lo que viene a definir la distinción de clase entre læs pobres con y sin trabajo. ¿Y si es un factor fundamental en la producción y reproducción de esta división interna? Esta perspectiva tiene una larga tradición en la izquierda. El propio Reed la expuso enérgicamente en la década de 1990, rechazando como fantasía abstracta la afirmación de Ellen Meiksins Wood de que el capitalismo puede existir sin jerarquía racial. Raza/racismo comprende un "régimen de jerarquía en la sociedad civil", escribió entonces, en un pasaje que nos parece ejemplar: "entretejido en las dinámicas de clase tal y como la gente las vive cada día". Lejos de ser epifenómeno, es endógeno a "los procesos más elementales de la diferenciación de clases", y un obstáculo importante para crear una política de izquierdas "coherente", basada en la clase.
En esta división del proletariado entre trabajadores asalariados y no asalariados, vemos al instante lo que no se reconoce en el título y la formulación central de Reed y Benn Michaels: si el antirracismo es una política de clase, también lo es el racismo. Y esto apenas concierne sólo a los nacionalistas blancos. Cada vez que un político centrista advierte a los demócratas sobre el abandono del centro del país y la destacada blanquitud de sus virtuosos pero descuidados habitantes; cada vez que se invoca la debilidad congénita de una subclase "urbana" criminal; cada vez que se hace referencia a las graves preocupaciones sobre nuestras vulnerables fronteras; cada murmullo sobre la importancia de las vidas azules; cada vez, lo que es más apremiante, que dejamos que la figura de la clase trabajadora implícitamente asalariada ocupe el lugar del proletariado en su conjunto, estamos en presencia de otro tipo de discurso de clase basado en la racialización.
Reed lo comprendió muy bien en su día. Frente al 'abandono de clase' llano de Wood, se mostró francamente en contra. "La raza", propuso, "ha sido típicamente un lenguaje a través del cual se expresan las contradicciones de clase del capitalismo americano".
Se podría decir que el argumento conceptual de Reed no ha cambiado —sigue siendo la clase, expresada de otro modo—, pero que ahora piensa que el lenguaje racializado sobre la clase sirve principalmente para satisfacer las aspiraciones profesionales de un estrato compuesto por intermediarios administrativos y de alta categoría que se promocionan como representantes de grupos oprimidos (principalmente en nombre del Partido Demócrata y de sus Medicis, sus amos corporativos).
Puede que esto describa con exactitud a dicho estrato. Pero, ¿acaso la administración y gerencia "progresista" de la diversidad realmente agota el campo de política de raza como nos los encontramos en el presente y presente-pasado? Merece la pena recordar el contexto del debate de Reed con Wood, concretamente el duro encuadramiento de una clase marginada que atribuía estigmas y sanciones penales a varias fracciones proletarizadas, desde la frontera sur hasta el núcleo urbano desindustrializado, desterrándolas de la escena política para poder ventrílocuar mejor en nombre de una clase obrera "trabajadora" (implícita, a veces explícitamente blanca). Sorprendentemente, Hillary Clinton todavía seguía esta táctica (contra Obama) en 2008. Trump volvió a repetir el guión.
El hecho de que este tipo de discurso esté ahora saturando el campo de la política de derechas, aportando el ancla conceptual a los populismos contemporáneos, no debería quitarnos el sentido de su perdurable y promiscua procedencia política. Trazando el arco que se extiende desde la época de Clinton hasta el presente, podríamos ofrecer una formulación materialista más sólida que la que postula la raza como un mero "lenguaje de clase". En su lugar, podríamos observa, a través de Ruth Wilson Gilmore, la funesta divergencia de un proletariado considerado excedente para las necesidades del capitalismo, a menudo rebautizado simplemente como "los pobres", a los que se les cobra en exceso y se les paga menos; que a menudo carecen de documentación para trabajar o, alternativamente, se les obliga a rellenar la casilla de antecedentes penales y se les excluye del mundo laboral (y de la vida política); que son desempleados pero dependientes del mercado, obligados a la informalidad del sector ilegal; y que, en última instancia, probablemente se encuentren sometidos a un aparato de fuerza coercitiva sin precedentes.
La composición material de la clase a lo largo de estas líneas —aunque esté articulada simbólicamente, y sí, racializada, sus divisiones internas incesantemente reiteradas por todos los rincones— nos parece un impedimento mucho más duradero y significativo para la lucha proletaria coherente y organizada en el momento actual que la política de identidad neoliberal. De hecho, la idea de que un "interés" y una "conciencia" de clase trabajadora real y más o menos homogénea (cuasi agencia colectiva) permanecen latentes frente a la coerción silenciosa, su activación bloqueada por el velo de las divisiones y mistificaciones identitarias, no sólo es defectuosa desde el punto de vista metodológico, sino que es un reflejo del mismo moralismo de la clase profesional-gerencial a la que se opone.
James Boggs, reflexionando sobre estos mismos asuntos en 1965 a propósito de la división salarial dentro del proletariado y el camino hacia la revolución, ofreció lo siguiente, a la vez teóricamente acertado e históricamente fundamentado: "Muy pocas revoluciones comienzan con un intento consciente de tomar el poder. Ninguna revolución ha comenzado con todo el mundo en el país de acuerdo con el objetivo del movimiento revolucionario". Esperar ese acuerdo de antemano carece de fundamento; exigirlo es mierda de "líder intelectual".
Una imagen más real del mundo que habitamos nos dice que aunque la división y la lucha de clases están presentes, continuando e intensificándose dentro del capitalismo contemporáneo como una cuestión estructural, no siempre se interpretan como tales. La tarea de interpretar, a su vez, no consiste tanto en una polémica sectaria que ceda a la verdad recibida sobre la capacidad estratégica y la agencia de la clase obrera (la "identidad de los trabajadores"), si no en que los antagonismos plurales encuentren la comunalidad y lo conmensurable en y a través de la lucha.
El problema al que nos enfrentamos hoy, en resumen, tiene menos que ver con la fidelidad del analista a una política de clase equivocada o mistificada que con el terreno abyecto y desorganizado de la propia lucha de clases. Para decirlo más claramente, desde nuestra perspectiva, afirmar la primacía de la clase frente a otras "identidades" diferenciadas está muy bien; incluso simpatizamos con la insistencia estructuralista en que la clase posee características singulares ante otras formas de relaciones sociales. Sin embargo, este marco analítico fomenta la ceguera en lugar de la perspicacia cuando homogeneiza y aplana la clase en términos de una historia nacional y social del trabajo asalariado que excluye las relaciones sociales ancladas en la falta de derecho, la falta de salario y la coerción extraeconómica, y al hacerlo reduce catastróficamente al proletariado en su totalidad a una idea reducida de la clase obrera.
Una política anticapitalista de cualquier alcance y relevancia siempre eludirá una concepción plana y abstracta de la clase, ya que las personas viven las relaciones de clase a través del género, la raza, la sexualidad, la geografía, la nacionalidad, la discapacidad, entre otras diferencias destacadas. En consecuencia, es cierto que la atracción hacia una política burguesa y nacionalista de derechos y representación en función de la identidad está siempre presente; también es cierto que la lucha política insurgente de importancia y significado generales a menudo surge de las necesidades y demandas auto-determinadas de individuos y comunidades cuya experiencia social de dominación directa, exclusión o despojo corporal o territorial tiene prioridad sobre los intereses entendidos en términos pecuniarios, o incluso predominantemente económicos.
III.
Avancemos hacia una conclusión ofreciendo un acuerdo definitivo. No se puede negar lo que Reed y Benn Michaels condenan como dimensiones "anti-solidarias" de un énfasis reductivo en la disparidad racial, el esencialismo y el particularismo. Esto es especialmente cierto en la medida en que se manipulan o se promueven de forma oportunista en la actualidad, quizás especialmente en los medios profesionales y corporativos de la prensa y el entorno académico. Pero transferir tales preocupaciones al por mayor cuando se considera la respuesta masiva a la violencia policial en la década transcurrida desde Ferguson — es decir, fusionar Black Lives Matter con Black Lives Matter Global Network Foundation, Inc.— redobla la herida de la cooptación. Se trata de la más vil de las inversiones ideológicas, formulando nuevamente a quienes habitualmente figuran por debajo de la percepción convencional de la clase trabajadora (læs desposeídæs, læs excluidæs, læs condenadæs de la tierra) como opresores de clase más arriba en el estrato social.
¿Se esfuerzan las formaciones burocráticas por subsumir, dirigir y beneficiarse de la lucha proletaria, incluso mientras desfiguran su militancia? Difícilmente podríamos sugerir lo contrario. Pero esto es familiar para los movimientos sociales de cualquier alcance. Lo verdaderamente extraño es que aquí se imagina como algo característico de la política racial. Sin duda, esta dinámica no está menos presente dentro del renacimiento socialista al que apelan Benn Michaels y Reed: si mantenemos la fe en la base radical, debe ser porque no creemos que sean meros instrumentos de progresistas demócratas cínicos finalmente atados a la línea del partido, organizaciones sin ánimo de lucro que se auto-reproducen, sindicatos empresariales obedientes, etc. Creemos que sus intereses y su alcance superan la capa burocrática siempre dispuesta a extenderse encima de un movimiento.
Con esto, entendemos que la susceptibilidad a la cooptación y la corrupción es, con mucho, menos relevante que las asombrosas oportunidades de cooperación y experimentación que se presentan. Sobre todo, parece extraño ver la confrontación masiva contra la organización contemporánea de la policía, especialmente en las ciudades — una dimensión persistente en las protestas callejeras relevantes, emergentes de forma global en las últimas dos décadas — como un signo de fracaso, en lugar de como la base misma hacia una política liberadora sobre la que seguramente construiremos.
Reed y Benn Michaels2 consideran evidente que se ha invertido la prioridad de la lucha política:
“Por último, aunque algunos anti-racistas — y ciertamente muchos liberales — expresan indiferencia o desdén hacia los blancos pobres y de la clase trabajadora, es prácticamente imposible, como comprendieron claramente generaciones de defensores negros de la socialdemocracia, imaginar una estrategia seria para ganar el tipo de reformas que realmente mejorarían las condiciones de læs trabajadores negræs y morenæs sin extender este triunfo para todæs læs trabajadores, y sin hacerlo a través de una lucha anclada en una amplia solidaridad de la clase trabajadora.”
Una vez más, hay motivos para estar de acuerdo. Cualquier reforma socialista que merezca tal nombre debe, por definición, ayudar a todas las personas pobres. Esto no determina en sí nada acerca de la determinación de prioridades. Los "defensores negros de la socialdemocracia" aquí aclamados no incluirían a Du Bois, quien afirmó que la "primera prueba" del socialismo sería "la abolición de los prejuicios raciales y de color entre la clase trabajadora". Tampoco a Boggs, clarividente en su formulación de que3
la lucha Negra en Estados Unidos no es solo una lucha racial. No es algo aparte y muy anterior a la lucha final por una sociedad sin clases que se supone que tendrá lugar en algún momento futuro cuando la sociedad capitalista estadounidense esté en crisis total. El objetivo de la sociedad sin clases es precisamente lo que ha estado y está hoy en el corazón de la lucha Negra. Son los Negros quienes representan la lucha revolucionaria por una sociedad sin clases.
Con respecto a Estados Unidos en particular, nos resulta difícil imaginar una política emancipadora en la actualidad que no atraviese a la comisaría, el cuartel de la guardia nacional o la base militar — esos emplazamientos del ejercicio del poder policial a escala local, nacional y mundial, cuyas voraces demandas sobre presupuestos, prioridades públicas e imaginaciones políticas han dado forma a la amplia organización de la sociedad estadounidense durante los últimos cincuenta años, si no es que más. Además, sería extraño ignorar cómo funcionan hoy en día los movimientos, las movilizaciones y las congregaciones sobre el terreno, incluyendo un acercamiento frecuente entre las organizaciones abolicionistas, sindicales y a favor de læs inquilinæs. Suponer que læs participantes en estas rebeliones, en general, proceden sin darse cuenta de que la policía representa un instrumento imperativo y sistemático para subordinar a los seres humanos en nombre de la propiedad parece en partes iguales insultante y miope. Si hay una cosa que todo el mundo sabe, es que George Floyd fue asesinado por la policía protegiendo la santidad de un billete de veinte dólares.
Estamos cerca, por fin, muy cerca. Compartimos el proyecto de intentar reconocer que acontecimientos como el Levantamiento de George Floyd, o los disturbios nacionales tras Ferguson en 2014, o los bloqueos de Standing Rock y Wet'suwet'en, o el movimiento para Defender el Bosque de Atlanta, son, entre otras cosas, política de clase que desde algunos puntos de vista parecen otra cosa. Volvemos a preguntar: ¿qué clase y qué política?
Sugeriríamos que el proletariado se encuentra, como el poder, en cualquier lugar donde haya gente; que es sumamente mayor que el conjunto de trabajadores asalariadæs; que esta distinción está, entre otras cosas, persistentemente racializada; y, por tanto, que los movimientos proletarios, siendo el núcleo de la política de clase, probablemente adopten la dominación racial como una experiencia y preocupación inmediata. En consecuencia, la política de clase también será política racial y mucho más; y, en los Estados Unidos, estos levantamientos proletarios ofrecen la política de clase en su forma más militante y belicosa. Una podría ser perdonada por esperar que esta verdad se le revele al resto de nuestras compas. Pero no hace falta que lo anticipemos, ni que nos demoremos.
Fuente: Revelation’s Edge, por Joshua Clover y Nikhil Pal Singh. 18 de mayo de 2023 para Verso. Traducción en solidaridad.
Del inglés: “Finally, although some anti-racists — and certainly many liberals — express indifference toward or disdain for poor and working-class whites, it is practically impossible, as generations of black proponents of social democracy understood clearly, to imagine a serious strategy for winning the kinds of reforms that would actually improve black and brown working people’s conditions without winning them for all working people and without doing so through a struggle anchored to broad working-class solidarity.” Fragmento proporcionado por los autores en la versión original del escrito.
Del inglés: “the Negro struggle in the United States is not just a race struggle. It is not something apart from and long antedating the final struggle for a classless society which is supposed to take place at some future time when American capitalist society is in total crisis. The goal of the classless society is precisely what has been and is today at the heart of the Negro struggle. It is the Negroes who represent the revolutionary struggle for a classless society.” Fragmento proporcionado por los autores en la versión original del escrito.