Punto final: El sistema financiero y el cierre del sector mercantil
Traducción de "Endgame: Finance and the Close of the Market System" por Jamie Merchant para The Brooklyn Rail (2022)
Tenía cierto hombre una gallina que cada día ponía un huevo de oro. Creyendo encontrar en las entrañas de la gallina una masa de oro más grande, la mató; no obstante, al abrirla, vio que por dentro era igual a las demás gallinas.
– Esopo
Punto final: El sistema financiero y el cierre del sector mercantil
Por Jamie Merchant1
Una deidad metálica encabeza un monolito de piedra que llega hasta la mitad de las nubes: Ceres, la diosa romana de la cosecha y la fertilidad, brilla desde la cima del templo. Su piel de aluminio choca con el forro de piedra caliza del edificio, aunque sus líneas verticales se hacen eco de su elevación hacia el cielo. En la antigüedad, custodiaba un pasaje inferior entre los vivos y los muertos, el mundus cerialus, donde sus adoradores ofrecían granos como tributo.
Ahora, brillando en lo alto de la Bolsa de Comercio de Chicago, se alza erguida, impasible y austera, un ídolo claramente moderno. Simboliza el comercio de cereales, fundamental en la historia comercial de Chicago, pero también podría ser una patrona de la alquimia: el mercado original de derivados surgió aquí con la fundación de la bolsa de valores de la Junta en 1848, gracias a los flujos diluviales de trigo, producto de los agricultores del Midwest, que llegaban a la ciudad. A finales del siglo XX, la Junta acogería las innovaciones en materia de derivados financieros que acabaron conquistando el mundo.
Hoy en día, Ceres vela sobre un corredor alterado hacia los reinos inferiores. Los pozos de negociación de la Junta, antes repletos de voces humanas, están ahora silenciosos, salvo por el zumbido de las computadoras: un extraño y moderno mundus cerialus bajo la ciudadela de las finanzas. La diosa vigila ahora una puerta al más allá de la producción, donde la vida que se desvanece en la economía capitalista aparece en las crecientes cifras que parpadean en las pantallas de las plataformas comerciales automáticas.
La última búsqueda del orden
Vivimos, como algunos han sugerido, en un paréntesis entre un régimen moribundo y un sucesor desconocido.
La Gran Crisis Financiera del 2008 destruyó toda credibilidad y confianza en lo que había sido el modelo neoliberal del gobierno financiero, haciendo añicos las ilusiones de una generación de tecnócratas. Durante varias décadas, los legisladores estadounidenses habían asumido que, si se les dejaba a solas, los mercados financieros se gestionarían solos. Si se mantenían libres de interferencias gubernamentales, los bancos y otras instituciones financieras distribuirían eficazmente los recursos por toda la economía, asegurando la prosperidad para todas las personas. Todo lo que se necesitaba de los políticos era una mano firme con un toque ligero, lo que en la práctica significaba dejarlo en manos de los visionarios de los bancos centrales, personificados de forma memorable por el discípulo de Ayn Rand, Alan Greenspan. Las fábulas sofistas de Greenspan sobre la eficiencia del mercado le otorgaron el sobrenombre de "El Maestro" en Wall Street.
El gran colapso del 2008 y sus interminables secuelas acabaron con esas reconfortantes nociones del laissez-faire. Desde entonces, más de una década de nuevas legislaciones financieras y políticas monetarias experimentales no han disipado el malestar de la economía estadounidense y su estancamiento2. Ciertamente, han contribuido a que los beneficios de las empresas alcancen valores sin precedentes, alimentando un exceso de recompras de acciones, disminuciones de gastos, pagos de dividendos y operaciones especulativas en los mercados financieros. Como señala un estudio reciente, "el sector no financiero estadounidense es lucrativo, pero no invierte3”.
Esta tendencia, en lugar de ser exclusiva de los Estados Unidos, es totalmente global. Antes de la pandemia del COVID-19, la economía mundial ya se dirigía hacia la recesión, encabezada por un deterioro constante del crecimiento del producto interior bruto (PIB) en los países de altos ingresos desde 20104.
Cuando la pandemia llegó, desencadenó un frenesí de gasto público por motivos de emergencia en países en los que, por tomar el G7 como muestra, dicho gasto ya representaba entre el 38% y el 50% del PIB5. Aun así, la recuperación nunca llega del todo, a pesar de que las voces oficiales nos aseguran constantemente que su llegada está a la vuelta de la esquina. Un cierto estado de ánimo a favor de la perestroika se ha apoderado entre las mejores y más iluminadas mentes de Estados Unidos, mientras los economistas, los legisladores y sus aparatos mediáticos buscan reformas que puedan reactivar el crecimiento y volver a asentar el sistema sobre bases firmes.
El estancamiento económico ha suscitado un coro cada vez mayor de solicitudes de una mayor respuesta fiscal por parte de los gobiernos nacionales. Estos proceden de lugares inusuales. El Fondo Monetario Internacional, que por mucho tiempo ha sido uno de los más entusiastas defensores de las políticas neoliberales, lleva pidiendo una política fiscal más orientada al Estado desde 2013.
El economista clintoniano y ex secretario del Departamento de Tesorería, Lawrence Summers, y su colega de Harvard, el catedrático de Aetna para la práctica de la política económica, Jason Furman, han declarado en términos inequívocos que "la política fiscal activa es esencial para maximizar el empleo y mantener la estabilidad financiera6". Esta opinión es compartida por el Consejo de Asesores Económicos de la administración Biden, que están menos preocupado por las restricciones presupuestarias que los típicos economistas adivinos reclutados por los presidentes del Partido Demócrata7.
Moviéndonos un poquito a la izquierda, las economistas progresistas abogan por respuestas más ambiciosas. En Mission Economy, Mariana Mazzucato pide que se retome una política industrial basada en "inversiones públicas a largo plazo y con visión al futuro" para restablecer un crecimiento amplio y equitativo. Esto pondría fin a la capacidad del sector financiero de imponer su necesidad de obtener ingresos especulativos a corto plazo sobre la sociedad que le rodea, de modo que "las finanzas estén al servicio de la economía, en lugar de que la economía esté al servicio de las finanzas8”. Los gobiernos iluminados deberían abandonar la creencia en torno a la incuestionable eficiencia de los mercados sin restricciones, y así darles forma activamente para alcanzar objetivos sociales progresistas; con un sector público activista, el capitalismo competitivo podría ser resucitado.
Aunque los detalles difieren, todos estos remedios para nuestra era son variaciones del libro de instrucciones keynesiano clásico: ante la falta de un sector privado dispuesto a cumplir con la tarea, los gobiernos deben intervenir con un compromiso reforzado para dirigir activamente el crecimiento económico en la "economía real" de la inversión, la productividad y el empleo. Si la época neoliberal se definió por el dominio de las finanzas sobre la sociedad, su sucesor se definirá por la reintegración de los mercados financieros dentro de la sociedad, poniéndolos a trabajar por el bien común. "Cuando el desarrollo del capital de un país se convierte en el subproducto de un casino", como dijo el propio J. M. Keynes, "es probable que el asunto esté mal hecho".
Al menos, eso parece. La narrativa neo-keynesiana se basa en el entendimiento de que la economía estadounidense, en su detrimento, se ha "financiarizado". Tal y como describe la socióloga Greta Krippner, autora de un libro de gran prestigio sobre el tema, la "financiarización" se refiere a "la tendencia a que la generación de beneficios en la economía se produzca cada vez más a través de los canales financieros en lugar de a través de las actividades productivas"9.
La espantosa y creciente re-distribución de riquezas para y por la misma élite financiera se desprende de la exagerada porción de ganancias reintegradas a la participación en los beneficios empresariales desde la década de 1980, y a su resultante ascenso a la cima del orden económico. Los gobiernos nacionales tienen la responsabilidad de aprender de los experimentos fallidos del neoliberalismo, para proceder a la de-financiación de la economía en nombre del interés público.
Los keynesianos suelen proyectar una imagen de integridad, hacia el interés público, o el bien común, como marco de su política. Su premisa tácita es la posibilidad de revivir la colaboración nacional de clase entre trabajadoras y capitalistas, ejerciendo el poder del gobierno para inducir mayores tasas de inversión privada que aumenten la productividad, impulsen los beneficios y generen trabajo con salarios altos en toda la economía. Suponiendo que el gobierno de EE.UU. sea capaz de revivir patrones pasados de compromiso de clase para dar a luz una nueva democracia social, el nacionalismo fiscal idealiza una forma de vida ya fallecida para enfrentarse a un presente radicalmente diferente.
Conjurar a los fantasmas del pasado no ayuda a comprender el presente, y mucho menos a transformarlo. Lo que los keynesianos imaginan como el "interés público" de hecho tiene poco que ver con las prácticas actuales de los actores estatales, que tratan la financiación no como un problema, o como un crecimiento parasitario que hay que eliminar de la economía real, sino como el patrón establecido de gobernabilidad, la infraestructura de conceptos y prácticas necesarias para el crecimiento en las condiciones actuales. Ante la presión de una economía mundial en la que los procesos de producción se concentran constantemente en un número cada vez menor de lugares y empresas, la mano de obra mundial prácticamente ha dejado de crecer, la riqueza se está centralizando en manos de una clase global de propietarios de bienes y las oportunidades de inversión lucrativa se están agotando, los principales Estados capitalistas se han visto obligados a implicarse cada vez más en la mecánica del sistema financiero10.
Cuanto más estrecha es la fusión entre el gobierno y las finanzas, más redundantes se vuelven los mercados privados como mecanismo del reparto de recursos, ya que éstos son sustituidos gradualmente por las operaciones financieras del gobierno. El resultado impulsa un doble movimiento cada vez más intenso en el que las finanzas se hacen gubernamentales y el gobierno se hace parte del sector financiero, un régimen de cripto-planes que no se atreve a susurrar su propio nombre.
Como si fuera un reflejo invertido en el espejo del destino de la Unión Soviética, la sociedad estadounidense se deshace a sí misma — no al perseguir reformas liberales para revivir una economía planificada ya moribunda — sino liquidando silenciosamente las instituciones liberales: la fuente de su legitimidad ideológica, de su vitalidad económica, que al final son las del propio capitalismo.
La anatomía de las finanzas
La teoría de la financiarización se abstrae de la producción para centrarse en la distribución.
Es decir, se abstrae de un conflicto en constante evolución basado en la organización y el control del tiempo, los esfuerzos por los que las empresas tratan de obligar a sus trabajadoras a trabajar más tiempo y más arduamente por menos dinero, y las innumerables formas en que sus trabajadoras se resisten a ello, incluidos los intentos de ejercer el control sobre las técnicas y las formas del propio proceso de trabajo.
El conflicto diario inherente en la reproducción de la sociedad a través de las relaciones de producción capitalistas tiene su propio impulso y su propia oleada de lucha que refleja el equilibrio de las fuerzas de clase no sólo a nivel nacional, sino a nivel mundial.
La teoría de la financiarización, y la política socialdemócrata que anima, redefine todo esto como una función económica de carácter técnico: producir y comerciar con mercancías, como en la definición convencional de Krippner. Comparte esta premisa con el pensamiento financiero, que igualmente se abstrae de la producción para analizar los datos económicos como flujos de fondos negociables.
La seguridad es el elemento básico de las finanzas. ¿Qué es la seguridad? Sencillamente, es cualquier reclamo legal negociable sobre algún flujo futuro de ingresos. Algunos tipos de valores, como las acciones y los títulos, tienen siglos de antigüedad; otros, como los contratos relacionados con la deuda, son aún más antiguos y se remontan a milenios. Pero la seguridad financiera moderna como forma general de riqueza en la que toda la propiedad aparece como acervos generadores de ingresos -como derechos abstractos y negociables a un flujo de pagos en lugar de actividades particulares conectadas con tiempos, lugares y personajes específicos- surgió con las transformaciones sociales del capital industrial en el siglo XIX11.
Los enormes despilfarros y los largos tiempos de rotación necesarios para la inversión industrial a gran escala hicieron que se ampliara masivamente el papel de la banca financiera, cuya creciente fusión con el sistema industrial redefinió la riqueza en términos financieros como la propiedad de elementos acervos y pasivos. Pero la expansión de la industria también desencadenó una dinámica nueva y explosiva: la incorporación de millones de personas asalariadas y desprovistas de propiedad y tierra, forzadas a integrarse a la producción masiva mecanizada a una escala sin precedentes.
Al ser empujados al proceso de trabajo industrial so pena de morir de hambre o de ser encarcelados, los ejércitos de las desposeídas convirtieron la capacidad de trabajar en una fuerza política desde el principio, politizando el mismísimo tiempo al luchar por la jornada de 8 horas, la semana laboral de 5 días, el ritmo de trabajo más lento, la cuestión general de quién controla el ritmo y el espacio de la vida laboral.
La cuestión siempre surge, porque como todo trabajador siente intuitivamente, y como los empresarios demuestran a diario empujando constantemente a sus empleados a trabajar más tiempo y más intensamente, los ingresos provienen de la fuerza de trabajo, de la capacidad del esfuerzo y el ingenio humanos para producir más valor del que consumen.
Esta plusvalía creada por el trabajo pero entregada al capitalista es efectivamente tiempo de trabajo no remunerado, una porción de la jornada laboral en la que el trabajador se esfuerza laborando para el capitalista de forma gratuita.
Desde el corazón de la producción, este terreno temporal de conflicto social en el que las clases son creadas, deshechas y rehechas una y otra vez, desaparece de la vista en la relación salarial, en la que la trabajadora parece simplemente recibir el pago por su trabajo de la misma manera que cualquier otro propietario de mercancías recibe el pago por su mercancía12.
Desde la perspectiva del inversionista capitalista, el trabajo no es más que un aporte que produce un producto como cualquier otro factor de producción, parte de un proceso en el que el dinero se convierte en mercancías, que luego se venden por más dinero. Este es el circuito general del capital, representado por Marx como M-C-M (D - M - D en castellano). El inversionista de capital monetario es un determinado modelo de inversionista que proporciona dinero para que otros lo utilicen en la producción. Para esta figura, el dinero produce dinero en forma de intereses pagados por el prestatario: M-M' (D-D’ en castellano). Ese interés se paga con los beneficios de las inversiones productivas.
Pero para el capitalista del dinero, lo único que importa es el flujo de pagos de sus intereses a lo largo del tiempo. El proceso de producción no deja rastro alguno en la mente del financiero, que, al parecer desconectado de la actividad material, simplemente adelanta dinero para recibir más en algún momento en el futuro. El paso del tiempo tout court parece ser la fuente del ingreso.
Esta abstracción fundamenta un principio básico de las finanzas, el valor temporal del dinero: dado que puede invertirse para obtener un rendimiento, una suma de dinero en mano ahorita siempre vale más que la misma cantidad más adelante. Entendido no como una construcción entre los seres humanos con su actividad histórica concreta, sino como una función del dinero, el tiempo se automatiza. Una abstracción extrema que oculta su propia base en el circuito del capital y, a un nivel más profundo, la forma salarial, el valor temporal del dinero es el fetiche en el corazón de la seguridad financiera moderna.
Las acciones y los bonos son las formas elementales de seguridad, las bases de un caleidoscopio de productos derivados: futuros, contratos a plazo, acciones, garantías, opciones, transacciones de intercambio, CDO, CDS. Todos los derivados, por exóticos que sean, se basan en algún valor de referencia, un derecho sobre un flujo de pagos futuros. Dado que un dólar hoy vale más que un dólar mañana, el precio de estos títulos se ajusta, o se "descuenta", para indicar el valor actual de los pagos que se recibirán más adelante. En efecto, los valores financieros convocan al futuro en el presente; proporcionan a las expectativas futuras una realidad en el presente.
Imaginemos una empresa que organiza una oferta pública de venta de acciones para su cotización en una bolsa de valores. Sus propietarios originales habrán invertido capital en edificios, equipos, programas informáticos, materiales, sueldos de los trabajadores, etc., pero esta suma — su "patrimonio neto" — podría tener poco o nada que ver con el precio que alcanzarán sus acciones. Este precio dependerá del juicio de los agentes del mercado sobre las expectativas sobre los beneficios de la empresa, la posible demanda de sus acciones, su nivel de endeudamiento, los tipos de interés vigentes, etc. Si la empresa parece rentable y los tipos de interés son bajos, el valor de sus acciones puede ser superior en varios niveles a la suma del capital inicial. Los precios de los títulos, la riqueza capitalizada, representan por tanto una forma ficticia de capital, en el sentido de que pueden representar una dramática expansión de valor puramente a partir de los pagos de intereses previstos. En esto consiste la alquimia en el corazón de las finanzas.
Un ejemplo simplificado muestra cómo funciona el asunto: Si el tipo de interés es del 5%, y una determinada acción paga un dividendo de diez dólares, la acción vale doscientos dólares, la cantidad que generaría ese rendimiento a ese tipo de interés concreto, en igualdad de condiciones. Si el tipo de interés bajara al dos por ciento, el precio subiría bruscamente a quinientos dólares, la suma necesaria para ganar diez dólares al dos por ciento. Los cálculos reales de cualquier valor serán más complicados que esto, pero en general la relación inversa entre los tipos de interés y los precios de los valores tiende a conservarse.
Lo mismo sucede con otros tipos de títulos de crédito, como los bonos del Estado, sólo que en este caso no hay un capital originalmente invertido, sino la capacidad del Estado para pagar sus deudas mediante la recaudación de impuestos o nuevos préstamos. Los tipos de interés de algunos bonos desempeñan un papel especial en el sistema financiero, ya que sirven como "tasa de interés libre de riesgo", es decir, el rendimiento de referencia que puede obtenerse con un riesgo mínimo o nulo. En el sistema basado en el dólar, este papel lo suelen desempeñar los tipos de interés de los títulos del Departamento de Tesorería de los Estados Unidos.
En términos generales, si los rendimientos de una inversión potencial parecen incapaces de superar el índice de interés libre de riesgo, no vale la pena perseguirla; si lo hacen, entonces la diferencia es su rendimiento efectivo. El beneficio se convierte en una función de la volatilidad de los precios de las valores, la correlación entre el riesgo y el rendimiento13.
La seguridad financiera es, pues, una cosa muy extraña. En el mundo de los valores, los activos se convierten en riqueza mediante la magia de la capitalización, la creación de un capital ficticio. La ganancia, el valor-producto del trabajo no remunerado, parece ser sólo otro tipo de ingreso capitalizado, no diferente en especie de los intereses, la renta o los dividendos. En realidad, de Chicago a Shenzhen, de Santiago a Seúl, las empresas del sistema global de producción intentan diariamente que los trabajadores trabajen más y por más tiempo para generar ganancias suficientes para que el sistema siga girando. En estas mismas coordenadas globales, los trabajadores se resisten irremediablemente, reteniendo su fuerza de trabajo, declarando huelgas, realizando sabotajes, abandonando el trabajo en masa. Alimentada por los deseos, los sueños, las pesadillas y la rabia de cientos de millones de personas, la lucha de clases convierte la producción de ganancias en un terreno refundido de confrontación permanente. Los activos capitalizados presentan el resultado de estos conflictos como algo fácilmente calculable y predecible.
La soberanía financiera trata de imponer un orden sobre las instituciones cuya reproducción depende en el desconocimiento de sus propias condiciones de existencia. Cuando los bancos centrales llevan a cabo "operaciones de mercado abierto", por ejemplo, en las que negocian valores con agentes privados, su objetivo es ajustar los tipos de interés a la baja o al alza, para fomentar o desalentar la inversión. Para inducir un entorno de lucro saludable, los precios deben ser estables y los rendimientos atractivos y predecibles. Las condiciones del mercado deben seguir siendo líquidas, o sea, fáciles de negociar, sin grandes altibajos en el precio de los activos comprados y vendidos. En otras palabras, los bancos centrales comparten esa creencia de los financieros de que su existencia económica depende sólo de los ingresos de los activos, divorciados de su fuente última en los beneficios extraídos a través del curso impredecible que es la guerra de clases. Esta suposición no es un error mental, sino que se deriva de las prácticas y políticas necesarias para sostener el proceso de acumulación financiera. Y cuanto más frágil y quebradizo se vuelve el edificio de la acumulación financiera, mayor es la presión sobre el Estado para sostener el fetiche de la liquidez que hace que todo siga girando14.
Sustracción
Las finanzas, como técnica de valoración y como modo de gobierno económico, se abstraen radicalmente del imperativo de generar ganancias en el ámbito de la producción. Su ascenso a la prominencia económica está acompañado de una abstracción subyacente en la dinámica histórica del propio capitalismo, en la que el tiempo de trabajo excedente, la fuente de las ganancias, se evapora gradualmente como resultado de la búsqueda básica capitalista de la productividad. Conceptual y económicamente, las finanzas son una expresión de la tendencia de la industria capitalista a estar cada vez más centralizada y concentrada en menos manos y lugares, a hacerse más densa a medida que los capitalistas buscan la eficiencia sustituyendo la fuerza de trabajo por medios de producción.
Las empresas individuales persiguen una mayor productividad mediante la racionalización de sus operaciones, añadiendo y mejorando la maquinaria en el proceso de trabajo mientras eliminan a los seres humanos del mismo. La reducción de los costes gracias a la mayor eficiencia de las técnicas mecanizadas permite obtener una ventaja sobre los competidores al sub-cotizarlos con precios de venta más bajos. Como el capitalismo es un sistema global de producción, la plusvalía generada por cada inversión fluye hacia un fondo global de capital monetario, la fuente del sistema financiero, supervisado por bancos gigantes y empresas de gestión de activos. Este fondo sirve como fuente de crédito para la clase capitalista en conjunto, ya que las empresas individuales piden préstamos a las instituciones financieras para poder solventar sus inversiones, para expandirse, para adquirir otros activos, etc. A su vez, las empresas productivas y comerciales pagan intereses por sus préstamos, que se capitalizan como cantidades asombrosas de capital ficticio en los balances de las empresas financieras. Los agentes financieros también ganan dinero pidiendo préstamos y prestándose entre ellos, por supuesto. Pero la verdadera fuente de los beneficios financieros son los intereses pagados por las otras formas de capital; las finanzas no producen ningún valor propio, sino que sólo se apropian de un valor que ya ha sido producido en otra parte. Por lo tanto, estos pagos se deducen de las ganancias de la industria.
Al igual que el crédito, el flujo de capital monetario facilita en gran medida la mecanización y la expansión de los productores, impulsando los márgenes de ganancia mediante el aumento de las tasas de productividad. Para los primeros innovadores que sustituyen la fuerza de trabajo por máquinas los frutos son sustanciales, permitiéndoles apropiarse de una mayor parte de la plusvalía global en forma de ganancias. Pero la ventaja que esto confiere sólo puede ser temporal.
A medida que determinadas técnicas mecanizadas se extienden y se convierten en la norma general que los capitalistas de todo el mundo se ven obligados a adoptar, el oasis de plusvalía del tiempo de trabajo no remunerado se seca, ya que la parte de la producción realizada por los trabajadores explotados disminuye en relación con los gastos totales de las empresas privadas. La reserva global de plusvalía disponible para su redistribución se reduce en relación con el capital total invertido en todo el mundo. Con el tiempo, esto ejerce una presión sobre la tasa de ganancias de todos los capitales productivos, lo que les obliga a revolucionar aún más la producción, a recortar los costes aún más, mediante mejoras técnicas.
El ciclo vuelve a comenzar, pero esta vez con una tasa básica de productividad más alta. En consecuencia, el resultado general a nivel del sistema productivo en su conjunto es una condición permanente de sobreproducción, ya que la mecanización ejerce una presión a la baja sobre la tasa global de ganancias, lo que sólo llama a una mecanización adicional como remedio. El escenario del mercado mundial es donde se desarrolla la trama de nuestra obra, pero la batalla competitiva del mercado es sólo una etapa secundaria de las presiones más profundas causadas por la lógica contradictoria del propio sistema productivo. Esta dinámica, que se refuerza a sí misma, es el motor central de la economía mundial, un patrón en espiral que es, en efecto, un circuito fatal incrustado en el corazón del capitalismo.
Incapaces de adaptarse a la nueva norma de producción, algunas empresas se hunden o son absorbidas por otras más grandes. Los márgenes de lucro se redistribuyen, aumentando temporalmente la tasa de ingresos de los supervivientes. Sin embargo, muchas empresas en quiebra consiguen seguir operando gracias a los créditos de los bancos -incluidos los bancos centrales-, que a menudo tienen interés en mantener con vida a las empresas obsoletas para proteger sus propios intereses.
Por ejemplo, el gigantesco rescate federal del año 2009 es la única razón por la que las principales empresas automovilísticas estadounidenses, General Motors y Chrysler, siguen existiendo hoy en día. Algunos de los mayores fabricantes también persiguen sus propias fuentes de ingresos financieros para sobrevivir, diluyendo la distinción entre empresas "financieras" y "no financieras".
Apple es un ejemplo perfecto: aunque nominalmente es una empresa del sector industrial, no posee fábricas, pero tiene un enorme brazo financiero seis veces mayor que sus activos "productivos"; este estandarte del capitalismo estadounidense opera con valores, persigue adquisiciones, vuelve a comprar sus propias acciones y acorrala otras fuentes de ingresos financieros en lugar de invertir o innovar en su supuesto objetivo principal de producción.
La riqueza financiera crece a medida que el capital productivo, su fuente esencial de ganancias, se evapora, un proceso que obviamente tiene un límite intrínseco.
Esta dinámica explica la aparente paradoja de los astronómicos ingresos del sector bancario y el descenso de la productividad económica. Desde principios de la década de 1980, el aumento de los ingresos del sector financiero ha estado estrechamente ligado al estancamiento o al declive de los índices macroeconómicos en Estados Unidos, como el índice de inversión y la productividad laboral15. A medida que la economía estadounidense ha sido desmembrada por la desindustrialización, el crecimiento de la productividad laboral se ha desplomado, pasando de una tasa de crecimiento promedio en la posguerra de alrededor del 3.5 - 4% al año a rondar entre el cero y el 1.5% o desde el período comprendido entre 2011 y 2019. Aún más reveladoras son las anémicas tasas de expansión productiva de las corporaciones "no financieras", que, tomando los mismos plazos, han disminuido de un promedio de alrededor del 8 o 9 por ciento a alrededor del 1 al 2 por ciento por año, en promedio. Quizás lo más significativo es que el agotamiento de la economía capitalista se manifiesta como una supernova de la deuda corporativa, un reflejo de la escasez de inversiones rentables, y de la creciente proporción de beneficios financieros en los balances corporativos. En 2019, la relación entre la deuda y el superávit de las empresas no financieras de Estados Unidos alcanzó el 9,5, lo que significa que la carga de la deuda de la corporación estadounidense media es 9,5 veces su tasa de ingresos, y esto fue antes de la pandemia del COVID-19.
Separación afilada
Desde principios de la década de 1980, los gobiernos de todo el mundo han tenido que pedir prestado y derrochar cada vez más para mantener las ya escasas tasas de inversión de capital privado. Esto ha llevado a los gobiernos a implicarse cada vez más en los mecanismos básicos del sistema financiero. En mayor o menor medida, esto es cierto en el caso de Japón, China, el Reino Unido y la Unión Europea, todas ellas potencias financieras por derecho propio, pero es especialmente cierto en el caso de Estados Unidos, cuyo destino está ligado al orden capitalista internacional hecho a su imagen y semejanza, y cuyo centro es él mismo.
Estados Unidos desempeña este papel a través de sus instituciones gubernamentales, sobre todo la Reserva Federal y el Departamento de Tesorería. En efecto, la deuda pública estadounidense es la materia prima del sistema financiero mundial. En una subasta de bonos, la Tesorería vende deuda a los operadores primarios, un grupo central de unas dos docenas de bancos de inversión con nombres conocidos, como Citigroup, Bank of America y JPMorgan Chase16.
Estos operadores luego crean el mercado para la deuda pública de EE.UU. vendiendo los valores a las contrapartes de todo el sistema, que normalmente están contentos con tener los activos más seguros disponibles por un modesto margen. De este modo, los bonos del Estado norteamericano funcionan como estabilizadores, proporcionando una inversión segura cuando los riesgos aumentan. También sirven como la garantía más segura para el préstamo, es decir, para la creación de crédito. Esto ocurre principalmente a través de los acuerdos de recompra, o "repo". Los contratos de recompra permiten a los poseedores de activos seguros, como la deuda estadounidense, intercambiarlos como garantía por dinero en efectivo a corto plazo; la empresa o el fondo que toma la garantía puede entonces, a su vez, revenderla a futuro para obtener más dinero en efectivo, alimentando una mayor creación de crédito en todo el sistema financiero. Los fondos obtenidos de esta manera se invierten en todo tipo de activos, lo que hace subir los precios en todo el sistema.
La Reserva Federal utiliza constantemente los contratos de recompra para gestionar los saldos de dinero en efectivo en el sistema, al igual que las empresas de todo tipo para gestionar sus necesidades de financiación y liquidez. Los mercados monetarios mundiales necesitan un suministro constante de activos seguros para seguir funcionando, y los ingresos financieros necesitan un suministro creciente de dichos activos para seguir creciendo. Debido a su papel indispensable como "fábrica de garantías" para este dislocado sistema de expansión, la deuda pública estadounidense seguirá aumentando precipitadamente, independientemente de la ideología que los políticos y los economistas defiendan en un momento determinado17.
Para ampliar la cantidad de efectivo en el sistema, los bancos centrales compran bonos del Estado de los bancos, distribuidores y ahora incluso directamente de las empresas "no financieras", retirándolos de la circulación. Desde 2008, la Reserva Federal ha introducido más de siete billones de dólares de nueva creación en los saldos de los balances privados a cambio de bonos corporativos y gubernamentales18. A partir de abril de 2020, los saldos de los bancos centrales de los países del G10 se han inflado hasta superar los 8 billones de dólares. A través de sus programas de "compra de activos a gran escala" — un eufemismo para referirse simplemente a la inyección de dinero recién impreso en los bancos y las empresas —los bancos centrales mantienen todo el sistema en funcionamiento mediante la expansión de sus saldos en la medida en que sea necesario — "whatever it takes", en palabras del ex presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi.
La presencia de las instituciones estatales en el sistema financiero "privado" ha llegado a ser tan inmensa que incluso los propios banqueros centrales se han visto obligados a reconocer su creciente papel. Tradicionalmente, actuaban como prestamistas de última instancia, gestionando el pánico financiero ocasional en condiciones por lo demás normales.
Pero ante la normalización de los trastornos del mercado, según Andrew Hauser del Banco de Inglaterra, deben adoptar el papel de creadores de mercado de última instancia, trabajando constantemente para sostener un sector privado que ya no puede valerse por sí mismo. La tendencia general es clara. El margen de maniobra de los mercados como mecanismo de distribución se está reduciendo, sus funciones se vuelven gradualmente redundantes al ser desplazadas por las decisiones administrativas de los organismos gubernamentales. Por necesidad, los bancos centrales nacionales y los departamentos del Tesorería cometen eutanasia sobre el mercado para preservar un orden social que ya ha pasado su fecha de caducidad.
La estructura de los fondos privados en sí tiene una necesidad cada vez menor en lo referente a los mecanismos de mercado. Consideremos los fondos indexados, vehículos de inversión pasiva con una composición de cartera que imita automáticamente el rendimiento de un índice de mercado concreto, como el S&P 500.
Desde 2008, la proporción de los activos de renta variable gestionados por los fondos indexados ha crecido un 450%, superando ampliamente a los fondos tradicionales de gestión activa y superándolos también en dinero en 201919. No es casualidad que este rápido aumento haya coincidido exactamente con las políticas expansivas de los bancos centrales desde la Gran Crisis Financiera. Los rendimientos de la inversión pasiva dependen de que el valor total de todo el mercado siempre suba, lo que a su vez depende de la eliminación del riesgo sistémico. Esto es precisamente lo que pretende la ampliación del alcance administrativo de las instituciones gubernamentales, en particular de la Fed.
La inversión pasiva, operada principalmente por unos cuantos gestores de fondos gigantes que poseen la mitad de los activos de renta variable de Estados Unidos, ridiculiza la noción de innovación competitiva20. No sólo elimina cualquier necesidad de perspicacia a la hora de invertir el dinero, descalificando así el oficio, sino que también inculca incentivos para suprimir la competencia entre empresas. Las firmas de gestión de activos Blackrock, Vanguard y State Street Advisors son las principales accionistas de 9 de cada 10 empresas del S&P 500, poseyendo una media de más del 20% de las acciones de cada empresa del índice, por lo que naturalmente les interesa desalentar cualquier competencia que pueda reducir los ingresos21. Blackrock, la mayor de las tres firmas más grandes, es ahora la principal socia de la Reserva Federal y del Departamento de Tesorería de Estados Unidos, y le encargó que llevara a cabo las compras estatales de valores respaldados por hipotecas y bonos corporativos en las crisis de 2008 y 2020, respectivamente22.
Estos gigantescos gestores de activos son el resultado de una centralización realizada durante décadas, en la que las empresas y los hogares del mundo han concentrado sus ahorros en una gigantesca reserva de riqueza financiera. Los fondos de pensiones, las compañías de seguros, las reservas de ganancias de las empresas, las aportaciones de las universidades, los fondos patrimoniales soberanos — los grandes inversores institucionales son la fuente de lo que Michael Howell denomina "liquidez global23". A través de los mercados monetarios de repos del sistema financiero, esta reserva sirve como fuente de financiación para las empresas privadas y para los gobiernos del mismo modo, cuya supervivencia depende ahora menos de la superación de los desafíos competitivos del mercado que de la disponibilidad de fondos y de la voluntad de los prestamistas para renovar sus deudas pendientes por un día más.
Las finanzas, como el espeso nexo de la administración gubernamental respecto a la gestión de activos privados, funcionan cada vez más como un sistema administrativo global, creciendo en su alcance y poder a medida que los mercados de la competencia se vuelven obsoletos. Su evolución hacia un aparato estatal ha sido posible gracias a la centralización de la propiedad y el control del dinero; se ha hecho necesario garantizar que el excedente colectivo de una fuerza de trabajo mundial cada vez más reducida continúe siendo extraído en forma de lucro para las manos privadas, especialmente las manos de los bancos y las firmas estadounidenses24.
Esto no se debe a que los funcionarios de la Reserva Federal y del Departamento de Tesorería sean mayordomos de los grandes bancos, aunque, por supuesto, pueden que lo sean. Más bien, es porque están desempeñando un papel que es necesario que desempeñen: mantener, ante la erosión de la base de ingresos, un aparato de supervivencia para el sistema privado, basado en el mercado, del que dependen la supervivencia y la legitimidad política del propio Estado estadounidense.
Bajo la fuerza apremiante de una crisis pulverizadora tras otra, esta fusión privada-pública ha evolucionado incondicionalmente para apoyar el aumento de los precios de los activos por encima de todo, porque si el crédito deja de fluir, y los precios dejan de subir, se acabó el juego. La devaluación resultante de las inversiones anteriormente lucrativas sería de una escala difícilmente imaginable, borrando de la noche a la mañana cientos de billones de activos registrados en el registro. Los funcionarios del gobierno lo saben y lo temen, por lo que siguen rescatando a las empresas en bancarrota, emitiendo deudas estatales e inyectando dólares al sistema financiero por trillones. Técnicamente, esto puede seguir así mientras los agentes de valores estén dispuestos a negociar libremente con bonos estadounidenses. Pero socialmente, las consecuencias son enormes. Toda la deuda es, en última instancia, un derecho sobre beneficios futuros que aún no se han producido. A medida que los gobiernos se ven obligados a hipotecar una parte cada vez mayor del producto social para satisfacer las necesidades del sistema financiero, a medida que la deuda total asciende mientras los beneficios totales disminuyen, habrá cada vez menos riqueza social disponible para proporcionar los recursos básicos que la sociedad necesita para materialmente reproducirse. La desigualdad de la riqueza entre los que poseen activos y los que no, que ya es asombrosa, no hará más que aumentar. La aceleración de la centralización de la riqueza, el crecimiento de una población superflua que no tiene lugar en la economía, la descomposición de la política en psicosis de masas en competencia, la intensificación de la inestabilidad doméstica, la incapacidad general en el acceso asequible para vivir... finalmente, los costes sociales y políticos cada vez mayores de la economía centrada en el enriquecimiento de los activos llegarán a un punto de ruptura. Es sólo cuestión de tiempo.
Como el principal país capitalista, EE.UU. asume esencialmente los crecientes costes derivados de la reproducción de las condiciones de deterioro de la producción capitalista mundial, que se manifiestan en forma de un desbordante estado de cuentas por parte de la Reserva Federal y de la deuda nacional. Al mismo tiempo, la expansión de la gobernanza hacia las finanzas privadas y del sector financiero en el gobierno erosiona la base de la función competitiva del mercado. Cuanto más avanza esta dinámica, más se reduce el margen de maniobra del mercado; cuanto más se reduce el mercado, menos lucrativa se vuelve la producción privada en relación con los ingresos que se recaudan a través de las finanzas; cuanto menos lucrativa se vuelve la producción privada, más se agota la acumulación de capital, requiriendo una intervención estatal cada vez más drástica sólo para mantener su latido, lo que erosiona aún más la base del mercado. Tradicionalmente, se considera que alguna forma de economía de planificación es la alternativa a las instituciones de mercado, pero aquí no hay mucha planificación. Más bien se trata de algo nuevo: la abolición del mercado sin planificación.
Irónicamente, el efecto general de estas medidas de apoyo supone el bloqueo de la creciente esclerosis en el sistema de producción mundial de la que dependen, atrapando a Estados Unidos en una espiral de productividad laboral decreciente, parálisis a nivel político y aceleración de la desintegración social. Al verse obligado a sostener un sistema global cuya supervivencia depende del deterioro de su propia economía nacional, el Estado estadounidense se desgarra desde sus propias entrañas, y su clase dominante está desconcertada y confundida, y la clase política parece incapaz de comprender el origen de esta crisis, y mucho menos de intervenir para resolverla. La labor de Sísifo en el gobierno pos-neoliberal prolonga la vida de una economía global en estancamiento a costa de condenar a Estados Unidos a la lenta desintegración hacia una sociedad sin futuro.
Medianoche en América
La estatua sin ojos de Ceres que brilla en la torre del 121 West Jackson Boulevard de Chicago es, por tanto, un avatar adecuado del mundo de las finanzas. Al igual que el sector financiero, parece ver todo y nada a la vez, la cara algorítmica e impersonal en la que se ha convertido el capitalismo. En su día, supervisó el advenimiento del conocimiento financiero que acabó dando al capitalismo estadounidense una nueva oportunidad en los umbrales de la era neoliberal. Tal vez ahora, al final de esa era, al igual que su papel en la sociedad antigua, cerrará el ciclo entre la vida y la muerte, como un sepulturero que guía a un amo difunto hacia el inframundo de los imperios pasados.
A fin de cuentas, la crítica a la financiarización se equivoca por completo. Lejos de ser un fracaso político reversible, la financiarización se ha consolidado como el paradigma de la forma de gobierno posneoliberal, un plan improvisado para una época desesperada. No se puede anular, como si la historia pudiera retrocederse, sino que sólo puede superarse desenredando la contradicción que la hace necesaria en primer lugar: una organización transnacional del trabajo cuya decreciente rentabilidad es el motor estancado de una economía global que depende de la expansión de los márgenes de ingresos para seguir creciendo.
Aun así, el sueño nacionalista del sector fiscal muere estrepitosamente. Si las élites se pusieran las pilas, si se decidieran de verdad a actuar en favor del interés público, si nuestras disfunciones políticas se suspendieran en nombre de una causa común, si pudiéramos elegir a personal inteligente con las ideas adecuadas, le esperaría a Estados Unidos una nueva era de prosperidad y poder. Pero la disfunción política es sólo un síntoma de la enfermedad económica subyacente. Así que no habrá solución política a los problemas a los que se enfrenta Estados Unidos —y el mundo— porque no existe tal solución, al menos a nivel nacional.
Pero, por supuesto, para eso está la guerra.